F I                E S T A D E S A N I G N A C I O
               Homilía del                P. Leonardo Castellani
               (31 de julio de 1966)             

             
Hacer el panegírico de San Ignacio de Loyola                es un gran honor para mí; y le quedo cordialmente agradecido                por el honor al Sr. Cura Párroco, Dr. Agüero. La palabra                «panegírico» ha ido tomando un sentido peyorativo;                y eso con razón, cuando en vez de ser una simple exposición                de la vida del Santo se convierten en piezas retóricas pomposas                hinchadas y huecas que ponen al santo por las nubes pero lo quitan                de la tierra.
             
Pero las vidas de los Santos es la lectura más                útil al cristiano después de la Sagrada Escritura:                esa lectura convirtió a San Ignacio de Loyola.
             
Una monja mejicana me escribió hace poco                que no le gustan la vida de los Santos porque son aburridas o mentirosas;                tiene razón con respecto a las biografías escritas                por devotos ininteligentes. En su Vida de San Ignacio el escritor                inglés Cristopher Hollis dice que los devotos suelen ser                poco honrados; quiere decir que escriben vidas de Santos hombres                que no tienen la inteligencia y la experiencia requeridas por ese                género literario, el más difícil de todos.                «Hay que ser un santo para escribir bien la vida de otro santo»                dijo Tomás de Aquino, con alguna exageración. Pero                hay numerosas vidas de Santos buenas: hace poco la Sra. Clara Luce                Booth ha publicado un libro Santos de Ahora, entre quienes cuenta                a San Ignacio: vidas breves escritas por los mejores escritores                yanquis -de ahora.
             
San Ignacio no ha tenido suerte en biografía:                no he hallado ninguna que me satisfaga, y he leído muchas.                Incluso hay no pocas equivocadas y aun calumniosas, como la del                austríaco Fulop-Müller y la del suizo Bluck, que ha                publicado Peuser entre nosotros. Casi todas conciben a Iñigo                de Yañez y Loyola (no Iñigo López de Recalde                que dicen algunos) como el «Gran Inquisidor»: un hombre                terco, rígido, implacable, inhumano incluso; porque, por                ejemplo, a un jesuita que dio por broma una palmada en el trasero                a otro que estaba agachado, lo echó al instante de la Compañía;                rasgo accidental que no define a San Ignacio, y pudo ser un error,                por cierto; pero para mí, en el fondo es un rasgo de sentido                común; como el rasgo de Onganía al cerrar Tía                Vicenta.
             
He aquí un soldado cojo y calvo, «soldado                desgarrado y vano», de estatura casi enano, hijo de un terruño                rudo, que jamás supo bien el castellano ni el vasco ni el                latín ni el francés ni el italiano... se pone en el                siglo XVI –dice el historiador protestante Lord Macaulay-                «en el rango de los más grandes estadistas europeos»                y el hombre que más ha influido en el mundo moderno –dentro                de la Iglesia: A san Ignacio se podría aplicar lo que me                dijo por broma un vasco no hace mucho: «Nosotros los vascos                somos todos buenos; pero somos muy brutos. Ahora que cuando un vasco                sale inteligente, como yo por ejemplo.. ¡arripoa!».                San Ignacio fue un vasco genial. No les han faltado tampoco a los                vascos genios especulativos. 
             
Ignacio no fue ni el gran inquisidor de la leyenda                de Dostoiewski, ni el jefe taimado y tramposo de Carducci y Víctor                Hugo, ni el «Perinde ac cadáver» (frase que no                inventó él sino San Francisco de Asís) ni el                sargento mayor encalabrinado de disciplina, ni el «profesor                de energía» que dice el P. Laburu, ni el gran politicastro,                ni el Quijote viviente de Unamuno. Eso es leyenda o caricatura.                Más cerca de encender hogueras estuvo él de ser mandado                a la hoguera; y salvó de la hoguera a muchos. El nombre que                él se daba era el de «Peregrino», el de «Pecador»                o el de «Pobre en virtud»; y quienes lo conocían                lo llamaban «Padre». 
             
Veremos brevemente la conversión de San Ignacio,                la fundación de la Compañía de Jesús                y el estado de la Compañía hoy en día.
             
I
             
Dice Papini                en su libro «Los Operarios de la Viña» que Ignacio                de Loyola no es un santo popular: pocas veces los hombres de mando                y de lucha y de orden son populares para el vulgo; son muy amados                por los que están en contacto inmediato con ellos; y esto                sucedió grandemente con San Ignacio. Por otra parte tuvo                siempre enemigos y calumniadores –hasta nuestro días.                Grandes amigos y grandes enemigos; porque simplemente, era grande.
             
La conversión de San Ignacio se verificó                en 1521 a los 30 años, en su lecho de convaleciente; en la                misma fecha en que Lutero se sublevó contra la Iglesia de                Roma. En el sitio de Pamplona por el ejército francés,                una bala de cañón le trizó la pierna derecha,                no el muslo sino la canilla; y apenas cayó él, el                puñado de españoles que defendía la fortaleza                se rindió. Los médicos le ensamblaron los huesos rotos                mal que bien; mejor dicho mal; y después se vio que una punta                de hueso se proyectaba como un tarugo debajo de la piel; impidiendo                el uso de la bota alta y estrecha que usaban los oficiales. Iñigo                de Loyola exigió que le arreglaran eso: dijeron había                que reabrir la herida, serruchar el hueso y estirar la pierna con                poleas: sin anestesia. Iñigo soportó la horrible operación                sin un gemido, solamente suspirando «¡Ay Jesús!»                de vez en cuando. Quedó sin embargo rengo: «martirio                de vanidad» lo llamará más tarde. No era su                primer acto hazañoso; y mucho menos el último: toda                su vida hizo actos arrojados, indomables, atrevidos incluso; es                decir, caballerescos.
              En su segunda larga convalecencia Iñigo leyó vidas                de Santos; había pedido le trajeran novelas de caballería                y le trajeron a falta dellas la «Vida de Cristo» del                Cartujano y el «Flos Santorum», o Vidas de los Santos.                Leyéndolas, su ánimo ardiente y ambicioso decía:                «¿Esto hizo San Francisco? Pues yo también lo                puedo hacer. ¿Esto hizo Santo Domingo? Pues yo también                lo tengo de hacer» Y notó que cuando se pasaba horas                soñando con «la dama de sus pensamientos» (que                era nada menos según parece que la princesa Juana de Aragón,                casada más tarde con el Rey de Nápoles; «pues                no era condesa ni duquesa sino más arriba que eso»                -dice él en su Autobiografía) mas cuando pensaba en                las grandes hazañas y hechurías que iba a hacer por                ella, el final de los pensamientos le dejaba un extraño amargor;                mas cuando pensaba en los Santos, el final era tranquilo y gozoso.                Después de una larga lucha de sentimientos («discernimiento                de espíritus» lo llamará más tarde) se                decidió a dejar la caballería terrena y seguir a Jesucristo,                visto por él como un Jefe temporal (mucho mejor que el Duque                de Najera, su señor) que hace reclutamiento en todo el orbe                de la tierra para su sempiterna campaña contra Satanás.                «Si San Bernardo hizo esto (la primera Cruzada) yo también                lo haré».
              Se arrancó de su casa no sin resistencia de los suyos y fue,                cojeando, mendigando y desconocido al monasterio de Montserrat,                donde veló una noche entera en oración, conforme a                la costumbre de los caballeros antes que un Rey o una Reina (o «su                señor natural») les diesen el espaldarazo con la espada                y les calzasen las espuelas de oro, consagrándolos para siempre                al servicio de la Justicia –y de la patria. Pero él                dejó su espada al pie del altar de Nuestra Señora;                y se fue, hecho un mendigo rengo y penitente a la vecina ciudad                de Manresa. Allí buscó una cueva a la orilla del Río                Cardoner y comenzó la más extraordinaria tanda penitencias,                privaciones y oraciones. «Si San Antonio Abad hizo esto, yo                también lo haré». El demonio lo tentó                como a San Antonio, también extraordinariamente, con tristezas,                escrúpulos, desesperación, hasta el punto de incitarlo                a suicidarse. Pero él venció las tentaciones con decisiones                heroicas, y tuvo grandes visiones de Dios. Esta fue la conversión                de Iñigo, que tiene destellos épicos, novelescos,                dramáticos y estremecedores; los cuales son conocidos. Un                año estuvo en Montserrat y Manresa; y de ahí se trasladó                a Barcelona, después a Venecia, después a Jerusalén.
             
Fue a Barcelona como etapa para Jerusalén.                Una noble dama catalana que tenía un marido ciego y vivía                dedicada a su cuidado y a la piedad, Isabel Rosell, estando en la                iglesia sintió como una voz interior que le decía                «Ese mendigo que está en la puerta». Enseguida                que habló con él quedó prendida o prendada:                le oyó el lenguaje de los caballeros; y lo protegió                todo el tiempo de Barcelona y todo el tiempo de su vida, como otra                dama, Inés Pascual en Manresa; y con esta y otra monja, Teresa                Rejadella, Ignacio se escribió toda la vida. Blunck dice                que San Ignacio fue un misógeno, es decir, enemigo de las                mujeres; y en realidad fue lo contrario, demasiado atraído                por las mujeres, digamos enamoradizo. En Roma fundó una casa                para mujeres arrepentidas; y se iba él mismo a las casas                malas, peleaba con los rufianes o «cafishios» y siendo                ya General de la Compañía, consejero del Papa y conocido                en todo el mundo, las acompañaba a pie por las estrechas                y lodosas calles de Roma. Un enemigo de los Jesuitas, Miguel Mir,                ex-jesuita, escribió: «Ignacio de Loyola prohibió                a sus secuaces la dirección espiritual de mujeres; y él                dirigió hasta su muerte un montón de mujeres. Impuso                a sus secuaces una obediencia férrea; y él no obedeció                una sola vez en su vida...» Lo primero es verdad, lo segundo                falso. 
             
En Barcelona tuvo su primer topetazo con la Inquisición;                no el último ni mucho menos. Ignacio no podía quitarse                de enseñar, exhortar y predicar, incluso en las calles; ni                podía andar sin una cola, es decir, compañeros que                se le pegaban infaltablemente, como a un imán. Tenía                ese magnetismo, el poder de influenciar, tenía «el                genio de la amistad» dijo un contemporáneo. No era                ni brillo intelectual ni prepotencia de la voluntad; simplemente                su libertad obraba sobre las libertades ajenas, y su dignidad era                atrayente, radiante, arrastrante. El que se haga Emperador de sí                mismo, ese podrá imperar a los otros. Más de una vez                le bastó ir a visitar a un enemigo, conversar una hora y                dejarlo convertido en adicto; como cuentan de Irigoyen; pero más                que don Hipólito por cierto, como fue también el caso                de San Francisco y Santo Domingo. La Inquisición andaba con                ojo inquieto y barbas al hombro en ese tiempo; y con razón.                Sus cinco primeros compañeros lo dejaron al partir él                para Venecia y para Jerusalén. Sus cinco primeros compañeros                lo dejaron al partir él para Venecia y para Jerusalén.
              El viaje a Jerusalén, hecho sin dinero y descalzo, tuvo las                más increíbles peripecias, que no contaré:                los desprecios, los peligros y las palizas fueron sin cuento. Cuando                la nave de los peregrinos en que viajó gratis llegó                a Jerusalén, el Provincial de los franciscanos, que era prácticamente                el Arzobispo de Tierra Santa, les dijo visitaran el Santo Sepulcro                y se mandaran mudar, porque el Turco andaba bravo -los turcos desplumaban                y maltrataban a los peregrinos- Ignacio se quedó. El franciscano                lo llamó y le dijo si no se marchaba lo iba a excomulgar.                Obedeció, pero antes fue a despedirse del Monte Oliveto,                de la piedra donde según decían, estampó sus                pies Jesucristo al subir al cielo. Sobornó al centinela turco                con un cortaplumas, adoró la piedra, y se volvía cuando                le vino una idea repentina: mirar si Cristo al subir al cielo estaba                mirando hacia España, o al revés, de espaldas. Sobornó                otra vez al centinela con una tijeras y entrando vio con gran ufanía                que las puntas de los pies miraban a España. Se le acabó                la ufanía enseguida porque un sirviente armenio del convento                franciscano lo topó; y a empellones puñadas y patadas                lo llevó ante el Provincial, que lo reprendió ásperamente.                Este era el mismo Iñigo que a los 18 años: porque                un grupo de hombres armados que venían por su acera no le                cedían la derecha, desenvainó, hirió a uno                y los hizo huir a todos. Pero él contó que mientras                el armenio lo arreaba como a un animal, el veía delante de                sí a Cristo.
             
Vuelto a España (en las mismas condiciones                hazañosas de siempre, de Venecia a Barcelona a pie y mendigando,                pasando por Francia, que estaba en guerra con España) Ignacio                se puso a estudiar o quiso ponerse a estudiar: la Inquisición                le había mostrado que lo que importa no es el saber, lo que                importa es el título; que no basta tener talento, hay que                tener permiso de tener talento.
             
Se fue a Alcalá y después a Salamanca                algo más de dos años: en Alcalá a la escuela                del maestro Arévalo, donde iban niños de 10 años,                sentado en el último banco; y de hecho era el último                de la clase. Se ponía a decorar la primera conjugación,                Amo amas amare amavi amatum y se acordaba del amor de Dios, se abstraía                y no aprendía; ni a palos, pues le pidió al maestro                Arévalo que le pegase como a los chicos si no sabía                la lección. A los dos años Arévalo cansado                lo mandó a Salamanca. Como siempre, se le apegaron tres compañeros;                y como siempre, andaba predicando y visitando enfermos y encarcelados;                y como siempre, alarmó a la Inquisición y los metieron                presos tres veces por lo menos.
             
La primera vez los interrogaron interminablemente                y los largaron mandándoles se comprasen zapatos y no anduvieran                descalzos. Ignacio le dijo al Inquisidor Figueroa que le regalase                él los zapatos; y añadió: «Con tanta                y tanta pregunta, ¿qué ha sacado Ud.? ¿Ha encontrado                algo malo en lo que enseño?» «No,» -dijo                Figueroa- «porque si hubiese encontrado algo malo, os mandaba                a la hoguera.» «Y yo también a vos, en el mismo                caso» dijo el peregrino.
             
Este rasgo de humor de Ignacio es uno entre muchísimos:                tenía el sentido del humor, que según Aristóteles                es propio del hombre magnánimo; y en él era cosa habitual;                en este vasco que suelen pintar como seco, seriote, ceñudo,                adusto, frío y aun lúgubre. Por ejemplo, cuando por                tercera vez lo metieron preso, en Salamanca, con grillos y cadenas,                fue a verlo el Inquisidor Frías con el Obispo Mendoza -el                que después se haría famoso en el Concilio de Trento,                hecho Cardenal de Burgos, confesor y amigo íntimo de Carlos                V-; y Frías le preguntó irónicamente: «¿Me                tiene odio por estos grillos y cadenas?» «Dr. Frías»                contestó el reo «sepa que no hay en toda Salamanca                tantos grillos y tantas cadenas cuantos yo desearía sufrir                por Cristo. Lo que me impacienta son unos animalejos que hay por                aquí, muy chiquitos, pero muy bravos.» La respuesta                le ganó la voluntad del Cardenal de Burgos, que lo había                ido a ver por curiosidad como a un chiflado cualquiera.
             
Podría multiplicar los ejemplos del humor                un poco tosco y aun salvaje pero siempre amable del peregrino. (Una                vez en Roma dijo que a él le gustaría ser judío                para tener en las venas sangre de la raza de Jesucristo y un tal                Mateo López le dijo, «¿Judío, señor?»                y escupió. «Sí señor, judío...                como Vuestra Merced» dijo Ignacio, y escupió también).
             
Una vez, ya General, encontró a un lego que                estaba barriendo un corredor y le dijo: «Hermanos, este trabajo                ¿lo haces por Dios o por los hombres?» «Por Dios»                dijo el lego. «¡Qué lástima! Porque si                lo hicieras por los hombres no me importaba; pero haciéndolo                por Dios y barriendo tan mal como barres te tengo de dar una buena                penitencia». Las penitencias que solía dar era mandar                al culpable a rezar a la Capilla hasta que él avisase. Y                cuando le preguntaban «¿Por quién debo rezar?»                respondía: «Por mí, para que no me olvide».
             
Dando Ejercicios al Dr. Ortiz, un célebre                profesor de Teología y encontrándolo deprimido se                puso a bailar delante con su pata renga para hacerlo reír;                y cuando, salido de Ejercicios, Ortiz le pidió entrar en                Compañía, le dijo «No, porque sois muy gordo».                Prohibió admitir en la Compañía hombres de                cara fea; sin embargo Diego Laínez, el segundo General, era                feísimo. «Me admitieron de noche» decía                él. 
             
Se puede contar también como rasgo de humor                las catorce horas que esperó sentado a la puerta del Papa                Paulo IV, su enemigo, sin comer, sin beber y sin dormir. Lo que                quería el Papa era que se fuese; pero tuvo que recibirlo.                
             
El P. Nadal en su «Memorial» dice que                el buen humor era continuo en él: «En la recreación                y en su aposento estaba siempre alegre y risueño, pero guay                cuando fruncía el ceño; ninguno podía sostener                su mirada de enojo» esa misma mirada que dirigió en                Pamplona a sus compañeros de armas y al Capitán Herrera                cuando querían rendirse a los franceses.
              Lo hemos dejado en Salamanca, preso. Lo soltaron, con el mandato                de no predicar más sobre la diferencia del pecado venial                y el pecado mortal. El no se avino a ese mandato: «Me voy                a estudiar a París». 
             
Al Prior de San Esteban que, habiéndolo invitado                a almorzar, le preguntó de sobremesa, después de haberlo                interrogado sobre su vida y haber respondido él ingenuamente:                «Bueno, si Ud. no tiene estudios, y predica cosas teológicas,                entonces a Ud. ¿le ha enseñado el Espíritu                Santo?» Ignacio respondió: «Si lo que yo predico                está bien ¿qué le importa a Ud. quién                me lo ha enseñado?» «Pues ahora veréis»,                dijo el Prior y salió furioso y lo denunció, y esta                fue su tercera prisión. Cuando salió, dejó                a sus primeros compañeros, se fue a París y fundó                la Compañía de Jesús.
             
II
             
San Ignacio entró en la Sorbona, donde permaneció                7 años (1528-1535) al mismo tiempo que salía della                el heresiarca Juan Calvino: otra coincidencia. ¿Para qué                voy a contar las peripecias novelescas y las obras hazañosas                que hizo en todo este tiempo, como de costumbre? Para él                lo más hazañoso fue sacar los títulos de bachiller,                maestro de Artes y licenciado y teología; porque el estudio                le costaba la mar. Seguía predicando, exhortando, dando Ejercicios                y eso casi le costó una «sala» que era un tremendo                e infamante castigo; del cual se libró con uno de sus rasgos                geniales: fue a verlo a Govea, el Rector, le habló media                hora y terminó diciendo: «Cosa donosa es, Sr. Rector,                que en un país cristiano sea novedad hablar de Cristo».                El Rector lo abrazó y le perdonó la «sala».
             
Apenas dio el tremendo examen de la Piedra seleccionó                seis de sus muchos seguidores, los llevó a la Capilla de                Montmartre (Monte de los Mártires) donde hoy está                la suntuosa basílica del Sacré Coeur; y allí                hicieron votos de pobreza, celibato, obedecer al Papa e ir a Jerusalén.                Esta fue la primera fundación de la Compañía.                Los siete nuevos monjes eran Francisco Javier, navarro, que de joven                casquivano y divertido se había de convertir en el misionero                más grande que ha habido después de San Pablo; Pedro                Fabbro, francés, beatificado por Paulo V, Simón Rodríguez,                portugués, Alfonso Salmerón, castellano; Nicolás                Bobadilla, granadino, y Diego Laínez, judío, hijo                de judíos conversos. 
             
Constituidos en «Societas Iesus», nueva                sociedad religiosa, partieron hacia Roma, caminando, mendigando                y predicando, estilo Loyola, en medio de la tercera guerra entre                Francisco I Carlos V. En Roma se pusieron a predicar en todos los                barrios y después en varias ciudades de Italia con gran expectación:                la gente comenzaba por reírse del cocoliche que hablaban,                mezcla de español, francés e italiano, pero luego                quedaban prendidos por el fuego y verdad de sus palabras: surgieron                los eternos impugnadores, que metieron presos a dos de ellos en                Ravenna, y también los amigos que los apelaban «los                Santos». Se enteró Paulo III, que les había                negado una audiencia, y los invitó a almorzar; y esos harapientos                le cayeron en gracia y les dijo: «¿Para qué                quieren ir a Jerusalén? Italia es su Jerusalén».                Gracias a esta caída en gracia existe hoy la Compañía                de Jesús. Dos años más tarde aprobó                el esquema de sus Constituciones. «El dedo de Dios está                aquí» dijo al leerlas.
             
Paulo III subió al Papado a los 60 años                y vivió hasta los 85. No hubiese subido al Papado de no ser                el hermano de Julia Farnesio, la concubina de su antecesor, Alejandro                VI. Era propenso a la ira y estaba siempre rabioso contra la Iglesia,                contra Francia, contra España, contra Inglaterra, contra                el Turco y contra sí mismo; los Romanos decían «la                iracundia deste viejo no parece cosa deste mundo». Antes de                morir le asesinaron un hijo suyo, Pier Luigi; y entre los asesinos                estaba un Cardenal, el Cardenal Gambara. Murió lleno de ira                como había vivido, pero su ira no hizo daño a la Iglesia;                pues cuando estaba enojado, acertaba. Cristopher Hollis ha escrito:                «Es curioso que Paulo III, si no hubiese tenido una hermana                manceba de un Papa no hubiese llegado a Papa; y que si no llegaba                a Papa, la Iglesia perdía a toda Europa». En efecto,                Paulo III estableció a los jesuitas, convocó el Concilio                de Trento y fundó el Colegio Romano, mi Universidad, la Universidad                Gregoriana hoy día. Fue el primer Papa de la Contrarreforma                y el más eficaz de todo. Como Uds. Ven, tenía motivos                para andar enojado. 
             
Después de Paulo III vinieron dos Papas contrarios                a los jesuitas, uno los molestó poco, Julio III, pero el                otro quiso suprimirlos, Paulo IV; y otro favorable, pero que reinó                sólo 21 días, Marcelo I. La Compañía                de Jesús empezó a crecer con rapidez tal que tan sólo                el Imperio de Alejandro y el Imperio de Napoleón pueden comparársele.                Entonces fue elegido el Cardenal Juan Pedro Caraffa, Paulo IV. Cuando                le anunciaron a Ignacio la elección, le temblaron los huesos;                el P. Nadal dice que se puso pálido y se le estremeció                la osamenta. Caraffa era enemigo personal de San Ignacio porque,                en primer lugar, Ignacio era español y él era napolitano                y odiaba a los españoles; en segundo lugar porque lo había                invitado a entrar en la Orden de los Teatinos que él había                fundado junto con San Cayetano en Thiena; y tercero, después                de hecha la Compañía los había instado a fundirse                con su Orden que tenía porvenir mientras ellos no tenían                ninguno –creía él; e Ignacio se había                negado. Era para temblar porque Paulo IV era intemperante y arbitrario;                y por cierto gobernó desastrosamente. 
             
Pero San Ignacio, una vez que el médico le                había dicho que evitara todo disgusto, y los presentes le                preguntaron qué cosa le podría dar a él el                mayor disgusto, se recogió un momento y respondió:                «Si mi Compañía se deshiciese como la sal en                el agua; pero si mi Compañía, que me ha costado tantos                esfuerzos, luchas y sufrimientos se deshiciese como la sal en el                agua, me bastaría hacer un cuarto de hora de oración                para quedar de nuevo tranquilo y en paz». Y, en efecto, después                de haberle temblado los huesos, al día siguiente se fue a                verlo al Papa; el Papa lo hizo esperar 14 horas y después                no pudo menos que recibirle media hora y, al salir el Santo, Paulo                IV no estaba amigado pero sí estaba advertido: había                visto ante sí un hombre de poderoso carácter cuya                mirada le hacía bajar los ojos. Siguió un tira y afloje                hasta la muerte de San Ignacio; una serie de desafueros que no puedo                detallar, para obligar a los jesuitas a disgregarse y entrar en                los Teatinos; los cuales jesuitas vivían en el más                extremo apuro; pues tenían voto especial de obediencia al                Papa y el Papa no podía verlos ni en pintura. Mas Ignacio                aguantó: cuando en la recreación alguno comenzaba                a hablar de Paulo IV (todos en Roma hablaban mal del Papa), Ignacio                lo cortaba diciendo: «Hablemos del Papa Marcelo», frase                que se usa aún como proverbio entre los jesuitas. El gobierno                de Paulo IV fue desastroso. Al morir, él le dijo al Padre                Diego Laínez que estaba a su cabecera: «Mi Pontificado                ha sido el más desastroso que ha habido». No era verdad                del todo, pero era verdad en parte.(Es curioso que este Papa de                vida intachable y gran letrado, pero sonso para gobernar, hiciese                más daño a la Iglesia que otros Papas disolutos -pero                mejores estadistas- como Julio II y Alejandro Borgia. Es que, como                dijo Macaulay, un Rey sonso hace más daño que un Rey                malvado; y Santo Tomás dice que los sonsos pueden ir al cielo,                con tal que no sean gobernantes. Así que el que saca a un                sonso del gobierno, aunque sea por medio de un golpe, se hace un                bien a su alma).
             
La Compañía creció y se plantificó                en todas las partes del mundo: los Teatinos se extinguieron. El                Rey Juan III mandó a su Embajador en Roma pidiese a Ignacio                seis jesuitas para Portugal; y el reciente General dijo: «Embajador,                somos diez actualmente: si mando seis a Portugal ¿qué                me queda para todos el mundo?». Pareció una humorada                y era una verdad. «Los jesuitas conquistaron a Sud América                para la Iglesia de Roma» dijo Lord Macaulay, que es muy adverso                a ellos. Es exageración grande pues cooperaron muchísimo                franciscanos, dominicos y clero secular; pero la verdad es que los                jesuitas llevaron la batuta, por decirlo así, en la evangelización                del Nuevo Mundo; no olvidemos las Misiones del Paraguay, o sea de                la Argentina (pues la mayoría dellas estuvieron en territorio                actualmente argentino donde tuvieron tres mártires, un paraguayo,                Roque González de Santa Cruz, pariente de Hernandarias; y                dos españoles) y no olvidemos que un hermano carnal de San                Ignacio fue uno de los fundadores de Santiago del Estero.
             
Así quedó establecida en el mundo                la Primera gloriosa Compañía de Jesús. Después,                Ignacio la gobernó 15 años y murió apaciblemente                y silenciosamente, con sólo un compañero a su lado                y dos médicos. Sus últimas palabras fueron iguales                a las de Juan Manuel de Rosas: «¿Cómo se siente                Padre?» «No sé» dijo. «Cómo                se encuentra, tatita?» preguntó Manuelita a su padre.                «No sé, niña». A lo mejor lo hizo adrede                el “astuto tirano” –porque tenía gran admiración                por San Ignacio de Loyola.
             
III
             
La Segunda Compañía de Jesús                ¿es la misma que la primera? Hoy día lo niegan; diciendo                por ejemplo que el Papa Clemente XIV suprimió la Compañía                de Jesús y por algo lo habrá hecho.
              Hay que decir brevemente una verdad enorme; la Compañía                de Jesús fue suprimida en 1773 por obra de los masones, los                enciclopedistas y un Rey cristiano tonto y disoluto -tres personas                distintas y una sola calamidad verdadera. Verdad histórica                demostrada diez veces.
             
¿No dieron motivo los jesuitas para su eliminación?                Dieron asa para ello los jesuitas franceses, como he explicado en                algún libro mío; sin algunos abusos ocurridos en Francia,                jamás Luis XV, el Duque de Choiseul y Madama Pompadour hubieran                podido eliminarlos; pero esos abusos fueron el asa, la ocasión,                el pretexto, no la causa. La causa fue que ellos defendían                la religión y el Papa en Europa y todo el mundo. 
             
Pero la nueva Compañía, restaurada                por Pío VII en 1814, ya no es la antigua: se ha sentado,                se ha conventualizado, se ha cuartelizado, ha perdido sus filos.                Fue fundada para la Contrarreforma, ya no tiene nada que hacer.                Ya no tiene el espíritu de San Ignacio, ha cambiado muchas                cosas de San Ignacio. Ellos que fueron el martillo de los herejes                y siempre de ortodoxia impecable, han dado nacimiento en su seno                a herejes o sospechosos de herejía, como el P. Telar Chardon,                el P. De Lubac, el P. Rahner... 
             
Etcétera. Estas cosas se oyen y se escriben,                aquí también en la Argentina: al primero a quién                se las oí fue al filósofo Maritain, cuando vino a                dar conferencias a Buenos Aires. Son sofismas, según creo.                Yo no puedo dar respuesta a esos brulotes y a otra media docena                que podría añadir, porque acabaría a las 12                de la noche. Daré la respuesta breve de Diego Laínez                a Melchor Cano en el Concilio de Trento.
             
Melchor Cano fue un gran teólogo español                dominico que les agarró una tirria implacable a los jesuitas,                a los que llamaba precursores del Anticristo. Les achacaba que no                tenían coro, y por tanto no eran una verdadera Orden Religiosa;                que ayunaban y se azotaban demasiado poco; y que eran demasiado                indulgentes con los pecados carnales –en el confesionario,                por supuesto.
             
En el Concilio de Trento acusó a los jesuitas                y pidió su abolición. Se levantó Diego Laínez                –que era un judiíto muy feo de cara, endeble y enfermo,                pero el hombre más docto del Concilio y quizá de toda                Europa, una inteligencia vivaz y una memoria prodigiosa- y dijo:                
             
- Reverendo Padre, ¿cuántos Papas                hay?
             
- Uno solo, por supuesto.
             
- Y entonces ¿por qué recusa Ud. una                orden religiosa aprobada por Paulo III, haciéndose Ud. otro                Papa? ¿Quién es Ud. para eso?
             
- Ah querido colega, querido colega –dijo                Melchor Cano -¿Qué quiere Ud.? Cuando los pastores                del aprisco duermen, por lo menos que los perros ladren.
             
              - Que ladren -dijo Laínez- pero que ladren contra los lobos,                no contra los perros.
             
Así también, si los Papas todos han                mantenido su confianza en la nueva Compañía y la han                colmado de aprobaciones y elogios ¿quiénes somos nosotros                para improperiarlos y corregirlos?
             
¡Adelante los que quedan! ¡Oh mínima                Compañía de Iñigo de Loyola –y de Jesús!                Yo quisiera que repitieses los hechos hazañosos y gloriosos                de tu primer siglo –y eso pido de todo corazón a tu                Jefe Jesús y a tu fundador el rengo. Pero si por una desgracia                enorme llegases a caer de tu espíritu y a inutilizarte para                las grandes batallas actuales, si dejases de ser la caballería                ligera de la Iglesia para convertirte en burocracia o rutina, si                te contaminases de mundanidad, de vanidad o de progresismo, si cedieses                a la pereza o a la mentira, vicios que tanto aborreció San                Ignacio, entonces... ¡que Dios tenga misericordia de los cristianos                que hayan de vivir en el mundo que se viene!
             
              Finis
En Memoria del P. Alberto Ignacio Ezcurra
Tomado de Stat Veritas