miércoles, 9 de diciembre de 2009

Fabulas...



APRIETA
SE agarraron al fin en una mañana tostada por un sol de enero, se agarraron como todo el mundo en el ribazo sabía que se te­nían que agarrar, hasta el infelicísimo, el distraidísmo Tatú.
-¿Sabe que su amiga, compadre Apereá, la-que-refala-sin-ruido, está buscando y me parece que va a encontrar?
-¡Por amor de Dios, hable bajo! -dijo el Cobaya, que tiembla de oír solamente el nombre de la venenosa.
-Yo no le tengo miedo, aunque tampoco la trato -dijo el Cascarudo-; pero me parece que la Iguana Verde le va a dar el vuelto.
-¡Ojalá Dios quiera! -silbó arriba el Cachilo-, ¡ojalá la mate! La Igua­na es mi amiga... No puede subir a los árboles. Pero temo que no la pueda.
-¡Amalaya se coman las dos! -dijo el pobre Cobaya palpitante.
-Amén, compadre. Pelearse se tienen que pelear, porque el ribazo es chico para dos matreros de esa ralea que comen los dos lo mismo y no poco cada día -dijo Tatú Mulita.
-¡Cristo, allá están! -gritó el Conejito de Indias, hundiéndose como un rayo en su cueva, porque se oyó a lo lejos el matraqueo siniestro y furioso del crótalo de la víbora.
Se habían agarrado. Sobre la curva sinuosa y parda de un caminito de perdiz venía el Lagarto corriendo un ratón; estaba la Cascabel ace­chando una rana, y se toparon. Ninguno de los dos iba a torcer, ningu­no de los dos iba a retroceder. ¿Podían retroceder? La Cascabel esta­ba enroscada en una negra bola repugnante, resorte tensionado y po­tentísimo que arrojaría su cabeza chata como un lanzazo sobre su ene­migo, así éste moviese no más un ojo; la Iguana, aplastado el cuerpo contra el polvo y estremecida en convulsiones de ira, saltaría fulmi­nante sobre su nuca, al primer descuido de la guardia. Parecía que ninguno de los dos se movía; y sin embargo la Víbora se contraía y re­plegaba todavía más, hinchándose su cuerpo negruzco como un bra­zo que hace fuerza; y la boca abierta y feroz del Lagarto se iba aproxi­mando imperceptible, línea por línea, punto por punto, con precau­ción infinita, jadeante, crispada...
¿Cuál de los dos ha saltado? Tan fulmíneo ha sido el golpe que el ojo más sutil no hubiera podido distinguirlo. Ha sido un mescolarse instantáneo de miembros, escamas, anillos, colas que golpean furiosas, patas verdes que arañan, vientres blancos, lazos mortíferos que se anudan, cuellos que forcejean, un solo monstruo disforme y proteico que agoniza frenético revolcándose en el polvo...
De manera que yo, que en ese momento caí al ribazo, rifle al hom­bro y descuidado, no supe a lo primero qué cosa era aquella horrible que forcejeaba en la arena: si un grifo asqueroso, mitad saurio y mitad víbora, o bien una serpiente con patas y dos colas...
Ajajá... El Lagarto es el que ha mordido. Ahora veo su cabeza entre los anillos mortíferos. El Lagarto ha agarrado a la Víbora y la sacude convulsivamente para quebrarle el espinazo...
¡Horror! El golpe del Lagarto no ha sido certero. El cogote agilísimo se ha zafado y en vez de aferrar las vértebras cervicales, los dientes sólo han cazado la espalda; y la boca letal de la Venenosa se vuelve fa­tídicamente, haciendo un arco muy cerrado, hacia la garganta blanca y blanda de la Mordedora, a la altura del hombro, y las dos mandíbu­las se abren espantosamente, en un ángulo tan abierto como un pul­gar y el índice de un hombre, para dar el mordisco último.
El momento es supremo. La Iguana aprieta con todas sus fuerzas cerrando los ojos. Tan furiosa está que uno puede salir de detrás del árbol, todo espantado y sin resuello, y aproximarse al montón cautelo­samente para ver si el mordisco agarra.
Clack. Se cerró como un resorte el estuche de la muerte, y las dos espinas de marfil en cuya punta centellea una gotita de veneno pasaron como saetas a un milímetro del cuello de la Iguana. La Iguana aprieta.

Clack, clack, clack. Los mordiscos se multiplican isócronos, metó­dicos e infructuosos, mientras la Venenosa se crispa para deslizar su espalda un milímetro no más, el milímetro que falta, de la tenaza de la otra. Pero la Iguana aprieta más, con los maxilares que crujen como si se quebraran. Las dos comprenden con toda claridad la situación. Un milímetro más o menos es la muerte para la una o la otra.
Apretar. Zafarse. Con todas las fuerzas de la desesperación, aunque crujan los huesos y se corten como piolines los tendones. Aprieta. Tira.
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. To­dos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Adiós! La Iguana se ha tumbado de lado. La creyera muerta en el abrazo terrible a no ser por su boca que no cede. Toda su vida se ha reconcentrado en sus mandíbulas. Y en las dos manos que protegen el cogote del lazo corredizo. Y aprieta.
¿Qué pasa? La Víbora ha soltado a su enemigo, que ni resuella por no soltarla: su cuerpo negruzco se desparrama por la arena como un látigo a quien la desesperación del último esfuerzo sacude. ¿Qué inten­ta? La Iguana gime de dolor, con gemidos de niño, porque las mandí­bulas y el cuerpo le deben doler horriblemente; pero aprieta.
Aja, la Víbora buscaba un apoyo; y ahora, anudando la cola a un raigón, prueba otra táctica, la última, y hecha un puente en el aire, de­sesperadamente tira.
La Iguana sin soltar es arrastrada por el ímpetu, con las cuatro pa­tas hundidas como puntales en la arena, en línea recta primero, des­pués a un lado, después a otro. El cuerpo de la Víbora se anuda y pa­rece que se va a romper. Y los dientes venenosos se alzan de nuevo, y caen de nuevo, y la piel del cuello es atrapada y yo no puedo conte­ner un grito.
Y los dientes se alzan de nuevo y entonces veo que me he engaña­do: los colmillos sólo han arañado la piel. Y entonces -todo esto en un segundo-, la Víbora se sacude con una especie de grito de rabia, muer­de otra vez, cruje... y se dobla como un junco, por el punto en que la Iguana la aferra. El espinazo ha cedido. Peractum est.
El cuerpo ondula todavía con las convulsiones de la muerte y el estuche ponzoñoso muerde el aire. Pero la Iguana sabe que la Víbora no puede ya hacer fuerza, que está perdida. Y espera pacientemente sin soltar, diez minutos, quince, veinte, que los movimientos languidez­can y la chispa de los ojos maléficos se apague. Y después suelta y sal­ta a un lado. Y entonces me ve a mí.
Yo creí que era insolencia mirarme a mí fijamente y no huir, inso­lencia de vencedor; y estuve por darle un tiro. Pero era cansancio, la pobre, con la boca abierta, sin poder cerrarla y las patas tiradas por el suelo, como si todos sus huesos estuviesen desencajados. Dio tres o cuatro pasos borrachos hacia el agua y se tumbó de nuevo. Entonces bajé el rifle no queriendo gratificar con un tiro -lo que hubiera sido, al fin y al cabo, una gratitud de hombre- a quien me había hecho el ser­vicio de suprimirme ese tremendo habitante ignorado del ribazo, don­de yo iba todos los días a tumbarme en la gramilla con un libro. Y dije mirando a la Iguana, agonizante de cansancio:
-¡Oh, Iguana! Hay momentos en la vida en que Dios quiere que uno agarre con los dientes y apriete hasta romperse la mandíbula, pena de la vida. Dios mío, yo te ruego que si es posible no me pongas en esos trances y me des enemigos pequeños. Pero si no es posible, yo te ruego que me des gracia para apretar y no soltar, para apretar hasta la muerte.



Leonardo Castellani, “Camperas”, Ed. Vértice, Buenos Aires 2003, pp. 61-65.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Sermones...


DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO
[Mt 11, 1-10]


EL año litúrgico se abre con el Adviento que significa Venida o Llegada. La Iglesia abre y cierra el circulo litúrgico con un evan­gelio acerca de la Segunda Venida de Cristo o sea la Parusía; y durante las otras tres semanas del Advenimiento, lee tres evangelios acerca de San Juan Bautista, el nuncio de la Primera Venida de Cristo llamado el Precursor. Ellos contienen el primero, tercero y cuarto testi­monio que dio el Bautizador solemnemente de que el Rabbí Ieshua de Nazareth era realmente "El que había de venir, el Esperado; en aquel tiempo, ansiosa y nerviosamente esperado y ahora también; por los que conservan aquella antigua fe.
Lo malo para comentarlos es que no están é ¿ese orden, sino al revés: primero está el último, el testimonio que dio, definitivamente desde el calabozo, licenciando a sus discípulos para que fuesen a Cristo; al cual testimonio Cristo respondió dando testimonial su vez de su humilde precursor con una gran alabanza, pero no lo libró de la cárcel. Este es el evangelio de hoy. Después viene el que dio a los fariseos; y por último el que dio ante todo el pueblo, desde el comienzo de su predicación, anunciando que había que prepararse enérgicamente porque había llegado el tiempo en que "toda la carne vería el divino Salud-Dador". Ante todo el pueblo es un decir, porque los que se congregaban en la ribera del Jordán cerca de Bethsaida, donde el salvaje nazareno bautizaba y clamaba, eran más bien pocos, de a grupitos; pero había allí de todas las profesiones y clases sociales, incluso fariseos; y hasta el mismo Herodes Antipas cayó allí una vez, por desgracia. De a grupitos pasaron por allí, al final, muchísimos; todo el pueblo, puede decirse (éste es el evangelio del tras-próximo Domingo).
Así, pues, mientras Jesús trabajaba con sus Vimos oscuramente en el taller de Nazareth, apareció en una playita del [o llena de cañas y sicó­moros un desconocido venido del desierto, que podríamos llamar ermitaño, con larga melena nazarena, una piel de camello por vestido y un físico enjuto y quemado por el sol y las privaciones, pero de un coraje y una potencia extraordinaria: "salvaje magnético" lo llama Papini; "ende­moniado" lo llamaron a poco andar los fariseos. Este profeta poderoso austero humilde, que fue mártir de la moral natural, y no hizo otra cosa en su vida que "allanar los caminos" para otro, suscitó una gran expecta­ción, tanto que algunos creyeron era el Mesías; y un fuerte movimiento religioso, del cual benefició Cristo. Antes de predicar la moral divina, había que "enderezar los senderos" de la moral natural. El Bautista es la rectitud moral y la humildad llevadas al heroísmo; él predica la ley na­tural así como su Bautizado número uno promulgará más tarde la ley divina; los dos luchan contra la seudo Ley anquilosada y corrompida de los fariseos. Los temas de Juan son solamente tres: 1) Haced penitencia; 2) el Tiempo ha llegado de la Venida; 3) vosotros "raza de víboras", ¿qué os habéis pensado?
Lo primero que hizo Cristo después de despedirse de su madre viuda y dejar el taller ("a su hermano Jacobo" dice Schalom Asch) fue recibir el bautismo de la penitencia, conexión visible y solemne de su misión con la de Yohanan; y por él con todos los antiguos profetas y todo el Antiguo Testamento. Como nota San Agustín la religión ("la Ciudad de Dios") es una sola; y se remonta hasta el principio del mundo, conec­tados todos sus tramos por nexos perspicuos y solemnes; Adán, Abraham, Moisés, Los Profetas, Juan Bautista, Cristo. Para enseñarla hay que te­ner autoridad y la autoridad no se inventa, se recibe. Allí en ese bautismo que tuvo lugar una tarde cualquiera de un día cualquiera ante un grupo de cualesquiera, sucedió la primera revelación del último Tramo de la Religión, el definitivo, tras el cual no hay ya que esperar otro, revelación que el mismo Juan necesitaba, pues "Aquel sobre quien descendiere el Espíritu, Ése es", le había sido dicho por el Espíritu en el desierto. Y así Cristo en toda su carrera se refiere siempre a esa primera revelación y vínculo legitimante ("¿Con qué autoridad dices estas cosas?".) Tú te has inventado una autoridad que nosotros no te hemos dado. "Con la auto­ridad que me dio mi Padre."
"Éste es mi hijo querido en quien están todas mis complacencias. Oídle a Él" 110, dijo el trueno del cielo, al mismo tiempo que una luz en forma de paloma se cernía sobre los dos humildes nazarenos, inmergidos el agua hasta las rodillas, como lo hemos visto tantas veces... gracias a los pintores.
No se entiende nada del Bautismo de Cristo si no se atiende a esta necesidad de la autoridad religiosa. "Yo no me he enviado, Dios me ha enviado" debe poder decir el Apóstol; y eso significa Apóstol: Enviado. "Tú no tienes necesidad de bautismo", dijo Juan a Jesús; "Deja eso aho­ra", le replicó éste. Necesitábamos nosotros ese nexo de la autoridad re­ligiosa.
No siempre que Dios envía un hombre con una misión peligrosa avi­sa previamente a las autoridades. A veces lo autoriza Él mismo, o con la santidad de su vida, o con milagros; y las autoridades deben arreglarse con sus propios medios a reconocerlo. Si lo desprecian, Dios permite que caigan en el peor error, y cometan el crimen más horroroso, que es matar a un hombre de Dios -por el hecho de ser de Dios- en nombre de Dios. Entonces un desastre espantoso se desploma sobre esta gente y so­bre el pueblo que representan, podrido como ellos. Pobre Argentina, que no escuchas a tus maestros, desprecias a los precursores y matas a los profetas. "Los fariseos -dice el Evangelista- despreciaron a Juan, y no recibieron el bautismo de penitencia, con lo cual se embromaron", y rehuyeron la sabiduría "la cual se justificó después por sus obras", es de­cir, por las obras milagrosas que hizo Cristo. Desde entonces comenzaron las violentas imprecaciones de Juan contra los jefes espirituales de la na­ción; pero no sin que antes el profeta hubiese dado llana y modestamente cuenta y razón de sí mismo a la delegación oficial de estos jefes oficiales, que se le aproximó cuando ya su nombre corría indetenible entre las gentes religiosas, que lo tenían por el Mesías, unos; por Elías el segundo Precursor, otros; y por un gran profeta, todos. La única profecía que hizo Juan fue reconocer al Mesías como Mesías; no es poco. Es todo, si se quiere.
"Si queréis, él es ciertamente el Elias, el que ha de venir; pero esto que os digo es misterioso", dijo Cristo como última palabra acerca de Juan; el cual ya entonces (al fin del primer año, primera misión de Galilea, después de la primera resurrección de un muerto) estaba en el só­tano del palacio de Herodes, sin hacerse ilusiones acerca de su futuro: "Conviene que el Otro crezca y yo mengüe." Juan cerró entonces su misión entregando el resto de sus discípulos -ya había enviado a otros-, que con ansiedad en torno de él todavía se afanaban desesperanzadamente, al Taumaturgo que desde Cafarnaúm recorría el lago, las aldeas y las co­linas. Juan no había hecho ningún milagro; sus discípulos esperaban de él que, rompiendo cerrojos y cadenas, aterrorizase a Herodes y volviese a su puesto del río Jordán. No lo hizo. Pero el Mesías sí había de hacer milagros; era una de las señales que había puesto acerca de Él el profeta Isaías.
Juan se comporta siempre con una humildad conmovedora; fiero delante de los fariseos, delante de Jesús se hace polvo: "No soy digno ni de atar las cintas de sus sandalias." Así en esta ocasión en vez de respon­der directamente a sus confusionados secuaces, envía a dos de ellos en su nombre y en representación de todos a Galilea a preguntar al Joven Maestro: "¿Eres Tú el que [desde hace siglos esperamos] ha de venir, o hemos de esperar todavía a otro?". Jesús tampoco respondió directamente -las palabras son pequeñas en algunas ocasiones- sino que prosiguió sin responder su predicación y sus curas delante de los dos johannidas y fi­nalmente dijo: "Andad y anunciad a Juan lo que habéis presenciado: Los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sor­dos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados: y dicho­sos los que de mí no se escandalicen" (es decir, dichosos los que en mí no tropiecen; porque encontrando a Cristo, o se cree, o se da un encon­tronazo).
Cristo resumió en esta breve respuesta las profecías taumatúrgicas de Isaías de los cantos 29, 35, 61, 13, 26 y sobre todo del canto 5: del cual dos frases literales están aquí: "Los ciegos ven... los pobres son ilumi­nados". Ése es el milagro fundamental de Cristo y de su Iglesia: iluminar. ¡Y ay de la Iglesia cuando los pobres no son iluminados!
Apenas los dos johannidas, exultantes sin duda, zarparon, Cristo ca­nonizó al Bautizador, y le rindió a su vez testimonio. En la turba que lo escuchaba había quienes escucharon antes a Juan; y a éstos se dirigió: "¿A quién fuisteis a ver en el desierto de Besch-Zeda? ¿A una caña que el viento agita? Decidme ¿qué cosa fuisteis a ver...? ¿A un hombre vestido con elegancia? Los que visten fino están en el Palacio de Gobierno, no en el desierto. Respondedme pues a quién habéis andado a buscar. ¿A un profeta? Sí, así es, a un gran profeta y más que profeta. Éste es aquel de quien tenemos Escritura: He aquí que yo mando delante a mi Enviado, que prepare los caminos delante de Ti...". Es un versículo del profeta Malaquías. Cristo alude a los hombres "influyentes" que andaban por entonces vendiendo palabrería devota, que no tenía efecto alguno, como rumor de cañaveral; y a los Saduceos o progresistas (la secta rival de los Fariseos o separados) que hoy llamaríamos intelectuales que andaban en torno al diletante Herodes Antipas -por lo cual el Evangelio los llama a veces "herodianos"- discutiendo las últimas novedades de la filosofía de la Metrópoli. El ermitaño de Besch-Zedá era otra cosa.
Cristo lo "canonizó": "Palabra de Honor [ex cáthedra] ningún hijo de mujer se alzó en el mundo mayor que Juan el Bautista", de donde algu­nos teólogos han discutido verbosamente si el Bautista es un santo ma­yor que Abraham o mayor que Moisés, o mayor que San José. Pero Cristo determinó claramente el sentido de sus palabras añadiendo otra exageración -todo Cristo está lleno de exageraciones equilibradas de a dos en dos, como los arcos góticos de una catedral-: "Pero yo os digo que el menor del Reino de los Cielos es mayor que él": con lo cual dijo que la preeminencia de San Juan se entiende solamente sobre todos los profetas del Antiguo Testamento; en efecto, los demás vieron de lejos y entre celajes al Mesías; y éste lo mostró con el dedo... Con Juan se cie­rran "la Ley y los Profetas" -añadió Cristo- y comienza la Iglesia, no en contra sino encima. Los judíos deberían levantarle una catedral en Jerusalén al Bautista. Y a lo mejor se la levantan, ahora que se están reuniendo todos allá. En Jerusalén en donde lo mataron.
Ninguna catedral mayor que la devoción del pueblo cristiano al hís­pido profeta de Besch-Zedá: cosa de la mitad de los cristianos del mun­do se llaman Juan, sin contar una de las mejores provincias argentinas y contando todos los italianos que se llaman Bachicha ("Aserrín aserrán los maderos de San Juan [algunos dicen «los dineros de San Juan»] ¿dón­de están?"). El 24 de junio es en Europa el día más largo del año (el sols­ticio de verano) y los gentiles celebraban la víspera de ese día al dios Sol, encendiendo hogueras sobre las colinas para matar la noche del todo; y con festejos de alegría y con supersticiones pintorescas. Los cristianos transformaron esa fiesta étnica -cuyas supersticiones no obstante han llegado hasta nosotros- plantando al Precursor en ese día -entre nosotros el más corto del año- y transformando las hogueras de Apolo y Osiris en las fogatas de San Juan. Pero San Juan no fue el iluminador, no fue el sol, sino a la manera del alba que precede brevemente al sol, en verde, oro y sangre. "No era él la luz, sino para dar testimonio de la Luz", dice de él otro San Juan, el Evangelista.

La idea es que ese día hay que quemar todos los trastos viejos, cachi­vaches y rezagos que hay en la casa y hacer limpieza de basura e inutili­dades; y ése fue justamente el fondo de la prédica del Bautista; "Poner el hacha en la raíz del árbol muerto." ¡Qué andáis con pamplinas, con pa­labras muertas, con discusiones inútiles, con leyes nimias, con politique­rías pueriles y con pataratas de Reforma, Reacción y Revolución en los momentos en que las bases mismas del mundo se descompaginan todas! Quemad con la penitencia la leña muerta, si queréis obtener luz. Cuando veáis que los comunistas queman iglesias, haced vosotros en vuestro co­razón las santas fogatas de San Juan.
Los "comunistas" queman iglesias ni, que les parecen inutilidades, ellos celebran a San Juan a su manera, que no es buena. La buena es que­mar las inutilidades del corazón. Cuando los vándalos quemaban iglesias en Roma, San Cipriano escribía a sus obispos: "No os deis afán por edi­ficar templos materiales en los cuales al fin y al cabo sabéis que un día se sentará el Anticristo. Edificad la fe en los pechos, templos que nadie puede quemar."
Con esto no queremos decir que hay que dejarlos no más a los "comunistas" quemar Iglesias. ¡Cuernos!


Notas:
110 La señora Julia de Seydell me advierte amablemente que el inciso "Oídle a él" no está en el Bautismo de Jesús sino en la Transfiguración (Mateo XVII, 1; Marcos IX, 1 y Lucas IX, 28). Reconozco que es así, para ser enteramente exacto. El origen de mi confusión es que algunos exégetas modernos conjeturan que en las dos ocasiones la voz del Padre fue la misma; y los Evangelistas reservaron la pequeña añadidura "oídle" -que de todos modos está implícita en la teofanía del Bautismo- para la ocasión más solemne; basándose para ello en la autoridad del Codex Beza. No me pare­ce probable esta conjetura. Ver sobre esto John O'Flynn y Reverendo A. Jones en Ca-tl)olic Commentary on Holy Scripture, Nelson, London.

111 Cuando se escribió esta homilía, acababa de acontecer en Buenos Aires el epi­sodio de "la quema de las iglesias", que fue imputado oficialmente a "los comunistas".




Leonardo Castellani, "El Evangelio de Jesucristo", Vortice, Buenos Aires 1997, pp.332-337.